lunes, 28 de septiembre de 2015

Mujeres e informalidad en las calles de Bucaramanga

Por Ximena Rojas  (Colectivo Amapolas Incidentes – Confluencia de Mujeres)

Frente a la Universidad Industrial de Santander, en Bucaramanga, desde muy temprano uno puede encontrarse con Doña Faustina, con la señora Luordes, con Alba o con Paula, cuatro mujeres comerciantes de la calle y de la esquina, que como muchas otras, han tenido que enfrentar la persecución por parte de la policía y de los funcionarios del municipio, empeñados en desalojarlas y despojarlas de sus fuentes de trabajo, con la excusa de recuperar el espacio público.

En Bucaramanga, como en la mayoría de las ciudades, el espacio público se encuentra regulado y en disputa. En este caso el decreto 0179 de 2012 establece las actuaciones administrativas frente a la situación de los vendedores informales, y aunque decreta que a estos se les deben brindar alternativas económicas, también faculta a la Policía Metropolitana a realizar acciones inmediatas para la “Recuperación y Preservación del Espacio Público”, y a decomisar artículos o productos de la venta informal. Función esta que al parecer es la que más disfrutan, según denuncian los propios vendedores ambulantes.

En nuestro país, más de la mitad de las trabajadoras y trabajadores viven de la informalidad y cada día sus filas se engrosan más. Según cifras publicadas en el diario económico Portafolio, El 54,2% de la población vinculada a la informalidad son mujeres.

Doña Faustina González, es una amable mujer de 57 años, madre de dos hijas y un hijo, que desde hace 22 años trabaja como vendedora informal ofreciendo ensaladas de frutas, limonadas y naranjadas a los estudiantes, que encariñados con ella,  le compran fielmente sus productos. A falta de oportunidades decidió trabajar como vendedora, “ya uno a esta edad no le dan trabajo en ningún lado, en ninguna empresa”, asegura doña Faustina, quien toda la vida ha exigido  “que nos dejen trabajar, que no nos persigan tanto. Los estudiantes nos han ayudado a que no nos saquen, pero además tenemos muchas necesidades, por ejemplo, unas caseticas para que se vea mejor el lugar, sin tanto desorden, para que no nos molesten más”.

Junto a su puesto de trabajo se asoma Paula Miranda: “yo soy palenquera,” afirma mientras ofrece sus dulces de panela y coco a quien pasa frente a su puesto, “tengo 34 años y desde hace 12 vendo cocadas acá en Bucaramanga”. Sus estudios no superan la primaria y tuvo su primera hija a los 16 años, sin embargo, ha sacado adelante con disciplina y dedicación a tres hijos, la mayor que cumplió este año su mayoría de edad, un muchacho de 15 y otra de apenas 3 años. “Soy cabeza de hogar” afirma con tono de dignidad, “este es el trabajo más común que tenemos nosotras las palenqueras allá en mi tierra. Sea que uno estudie o no, ésta es la salida más fácil que tenemos hasta poder conseguir otra clase de recursos”. Y mientras se pierde en sus pensamientos que parecen transportarla en el espacio y en el tiempo, atiende una venta de dos jóvenes que apresuradas siguen su camino. “No me gusta trabajarle a nadie, me gusta trabajar independiente, pa’ mi misma.” Sin embargo, reclama que “aquí en Bucaramanga y en el centro no dejan trabajar.

Nos persiguen mucho. Porque uno trabaja en la mañana un rato en el centro y la policía no deja; uno termina es caminando  las calles”, y añade que la discriminación hacia las afrodecendientes es más frecuente de lo que se piensa, “aquí muchas personas son racistas, el racismo nunca se va a acabar, es como si no nos quisieran ni ver”.

También, a nuestra charla se acercó la señora Ana Lourdes, luego de ver que el flujo de estudiantes bajó, porque la hora pico entre cambios de clase había pasado, nos recordó que la informalidad no es de hace un par de años y que las políticas públicas para acabar con las actividades comerciales informales a punta de garrote nunca han servido ni servirán para nada. Y es cierto, porque por ejemplo, ella lleva en el oficio de ventera ambulante unos 35 años, cuando heredó de su esposo fallecido la venta de dulces y cigarrillos, y con eso ha levantado a sus cinco hijos de los cuales uno de 38 años de edad posee una discapacidad mental.

Alba, otra vendedora del lugar interrumpió. “yo no tengo otro medio de trabajo, el negocio no es mío, trabajo por un diario de 7 u 8 mil pesos, más el desayuno y el almuerzo. Pero cuando se vende muy poquito me dan desayuno y almuerzo únicamente”. Alba lleva más de la mitad de su vida trabajando en la calle. En sus inicios vendía aretes, manillas y bisutería, pero no le  iba muy bien y fue cambiando de productos hasta que hace poco decidió trabajarle a una señora vendiendo Frappé. Ella considera que “deberían haber mejores opciones de trabajo, que brindaran facilidades para tener su casa propia, porque todos deberíamos tener casa propia”.

A estas alturas, lo que parecía una simple compra de frutas para pasar la tarde, se convirtió en una vivencia, muestra de la realidad de incontables y anónimas mujeres atrapadas en la informalidad. En Colombia, que es un país de ciudades, prácticamente en todas existe por lo menos una asociación de vendedores ambulantes o informales, por ejemplo estas cuatro mujeres están organizadas en la Asociación de Vendedores Estacionarios U, pero ni esta Asociación, ni las decenas que hay en todo el país han logrado consolidarse y construir una propuesta para enfrentar una realidad que atropella y que cada día crece como espuma; el desempleo y la informalidad.



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