Por Ximena Rojas (Colectivo Amapolas Incidentes – Confluencia
de Mujeres)
Frente a la
Universidad Industrial de Santander, en Bucaramanga, desde muy temprano uno
puede encontrarse con Doña Faustina, con la señora Luordes, con Alba o con
Paula, cuatro mujeres comerciantes de la calle y de la esquina, que como muchas
otras, han tenido que enfrentar la persecución por parte de la policía y de los
funcionarios del municipio, empeñados en desalojarlas y despojarlas de sus
fuentes de trabajo, con la excusa de recuperar el espacio público.
En
Bucaramanga, como en la mayoría de las ciudades, el espacio público se
encuentra regulado y en disputa. En este caso el decreto 0179 de 2012 establece
las actuaciones administrativas frente a la situación de los vendedores
informales, y aunque decreta que a estos se les deben brindar alternativas
económicas, también faculta a la Policía Metropolitana a realizar acciones
inmediatas para la “Recuperación y Preservación del Espacio Público”, y a
decomisar artículos o productos de la venta informal. Función esta que al
parecer es la que más disfrutan, según denuncian los propios vendedores
ambulantes.
En nuestro país, más de la mitad de las trabajadoras y trabajadores
viven de la informalidad y cada día sus filas se engrosan más. Según cifras
publicadas en el diario económico Portafolio, El 54,2% de la población
vinculada a la informalidad son mujeres.
Doña Faustina González, es una amable mujer
de 57 años, madre de dos hijas y un hijo, que desde hace 22 años trabaja como
vendedora informal ofreciendo ensaladas de frutas, limonadas y naranjadas a los
estudiantes, que encariñados con ella, le compran fielmente sus productos. A falta de
oportunidades decidió trabajar como vendedora, “ya uno a esta edad no le dan
trabajo en ningún lado, en ninguna empresa”, asegura doña Faustina, quien toda
la vida ha exigido “que nos dejen
trabajar, que no nos persigan tanto. Los estudiantes nos han ayudado a que no
nos saquen, pero además tenemos muchas necesidades, por ejemplo, unas caseticas
para que se vea mejor el lugar, sin tanto desorden, para que no nos molesten
más”.
Junto a su puesto de trabajo se asoma Paula Miranda: “yo soy palenquera,” afirma mientras ofrece
sus dulces de panela y coco a quien pasa frente a su puesto, “tengo 34 años y
desde hace 12 vendo cocadas acá en Bucaramanga”. Sus estudios no superan la
primaria y tuvo su primera hija a los 16 años, sin embargo, ha sacado adelante
con disciplina y dedicación a tres hijos, la mayor que cumplió este año su
mayoría de edad, un muchacho de 15 y otra de apenas 3 años. “Soy cabeza de
hogar” afirma con tono de dignidad, “este es el trabajo más común que tenemos
nosotras las palenqueras allá en mi tierra. Sea que uno estudie o no, ésta es
la salida más fácil que tenemos hasta poder conseguir otra clase de recursos”.
Y mientras se pierde en sus pensamientos que parecen transportarla en el
espacio y en el tiempo, atiende una venta de dos jóvenes que apresuradas siguen
su camino. “No me gusta trabajarle a nadie, me gusta trabajar independiente,
pa’ mi misma.” Sin embargo, reclama que “aquí en Bucaramanga y en el centro no
dejan trabajar.
Nos persiguen mucho. Porque uno trabaja en la mañana un rato en el
centro y la policía no deja; uno termina es caminando las calles”, y añade que la discriminación
hacia las afrodecendientes es más frecuente de lo que se piensa, “aquí muchas
personas son racistas, el racismo nunca se va a acabar, es como si no nos
quisieran ni ver”.
También, a nuestra charla se acercó la señora Ana Lourdes, luego de ver que el flujo de estudiantes bajó, porque
la hora pico entre cambios de clase había pasado, nos recordó que la
informalidad no es de hace un par de años y que las políticas públicas para acabar
con las actividades comerciales informales a punta de garrote nunca han servido
ni servirán para nada. Y es cierto, porque por ejemplo, ella lleva en el oficio
de ventera ambulante unos 35 años, cuando heredó de su esposo fallecido la
venta de dulces y cigarrillos, y con eso ha levantado a sus cinco hijos de los
cuales uno de 38 años de edad posee una discapacidad mental.
Alba, otra vendedora del
lugar interrumpió. “yo no tengo otro medio de trabajo, el negocio no es mío,
trabajo por un diario de 7 u 8 mil pesos, más el desayuno y el almuerzo. Pero
cuando se vende muy poquito me dan desayuno y almuerzo únicamente”. Alba lleva
más de la mitad de su vida trabajando en la calle. En sus inicios vendía
aretes, manillas y bisutería, pero no le
iba muy bien y fue cambiando de productos hasta que hace poco decidió
trabajarle a una señora vendiendo Frappé. Ella considera que “deberían haber
mejores opciones de trabajo, que brindaran facilidades para tener su casa
propia, porque todos deberíamos tener casa propia”.
A estas alturas, lo que parecía una simple compra de frutas para pasar
la tarde, se convirtió en una vivencia, muestra de la realidad de incontables y
anónimas mujeres atrapadas en la informalidad. En Colombia, que es un país de
ciudades, prácticamente en todas existe por lo menos una asociación de
vendedores ambulantes o informales, por ejemplo estas cuatro mujeres están
organizadas en la Asociación de Vendedores Estacionarios U, pero ni esta
Asociación, ni las decenas que hay en todo el país han logrado consolidarse y
construir una propuesta para enfrentar una realidad que atropella y que cada
día crece como espuma; el desempleo y la informalidad.
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