Artículo publicado en la Edición impresa 113 (enero - febrero 2016) de Periferia Prensa Alternativa
Foto: Daniela Orrego |
Por Diego Martínez
La historia del pueblo colombiano es la historia del desarraigo. El barrio popular es un mar de relatos que desgarran el alma, inspirados, la mayoría, por el cariño que cada uno tiene por su barrio. Subiendo a lo más alto del morro se deja ver el contraste entre el campo y la ciudad, donde el campesino en su casa de madera, con sus gallinas y su burro, se mezcla con el asfalto y el ruido. En estos lugares, cada esquina y cada calle se alimenta de pequeñas historias, como las de quienes con dolor deben dejar todo y emprender la búsqueda de un nuevo hogar, muchas veces construido con lágrimas y sudor sobre barrancos y lomas.
Esa es la historia de
Gloria Zapata, una mujer cabeza de familia, madre de dos hijos, que lleva gran
parte de su vida en el barrio Villa Turbay:
“Vivíamos en una
vereda llamada El Socorro, del municipio de Sabanalarga, Antioquia, por el año
1975. Éramos una familia numerosa, tres mujeres y cuatro hombres, y el único
que recibía ingresos era mi padre que trabajaba como jornalero de un hacendado
de la vereda. Mi madre se dedicaba al trabajo duro de la casa y a criarnos. Recuerdo
que él jornaleaba descalzo pues no tenía para comprarse unas botas, por eso
vivía enfermo. Mi padre era un buen hombre, muy calmado y no buscaba problema,
pero era muy terco. Él estaba aferrado a su campo como las raíces de los
arboles a la tierra, y su mayor sacrificio fue dejarnos venir a la ciudad”.
En los años 80, su
hermana Sofía, que ya era mayor, decidió irse a estudiar a San José de la
Montaña, allí estudio en un internado y luego en la Normal de San José para ser
profesora. Cuando empezó a trabajar, la trasladaron a El Socorro, y luego a
Medellín. Fue en este momento, cuando Gloria tenía apenas 7 años, que
decidieron irse para la ciudad a probar suerte. Ya Sofía trabajando podía estar
más pendiente de todos, sobre todo de su madre que vivía muy enferma, y esta
fue una de las razones de más peso, pues vivían en extrema pobreza y la vida en
El Socorro se tornaba cada vez más difícil.
“Llegamos a San
Cristóbal, a 40 minutos de Medellín. El ambiente ya era más diferente, no era
tan rural, habían muchas calles pavimentadas. Hoy por hoy es un pueblo pero muy
urbanizado. Allí pagamos arriendo como 5 años, vivíamos con lo que ganaba mi
hermana Sofía de docente. Aún no había cambiado mucho la situación, vivíamos
con lo necesario, nos sosteníamos de milagro. Estas situaciones obligaban a mis
hermanos a utilizar el ingenio, ya sabían poner el contrabando de luz, y hasta construíamos,
pero nunca faltaban los vecinos chismosos y envidiosos que un día nos
delataron, por lo que nos dejaron sin energía. Ya sin servicios ni dinero para
pagar el arriendo, sentimos la necesidad de buscar nuestra propia casa”.
Todos eran muy
jóvenes. Ella apenas estaba en el colegio igual que sus hermanos, y allí
terminaron sus estudios. Luego como caído del cielo, según cuenta Gloria, les
resultó un terreno por allá en lo alto de un morro “llegando casi al cielo”. Este
se los regaló un amigo del marido de Sofía, ella ya se había casado y se había
ido a vivir a Envigado, pero nunca los desamparaba.
“Luego de una hora de
viaje, llegamos muy de noche en el carro viejo de trasteos de don Eduardo, el
marido de Sofía. Nos subió hasta donde llegaban las ultimas lámparas del camino,
donde hoy queda una cuadra llamada ‘los monos’, aunque no sé por qué la
llamarían así, pues es una cuadra habitada por población negra. Aunque la
carretera era destapada, llena de piedras, tierra y muy angosta, él nos pudo
haber subido más, pero ahí estábamos con todas las cosas tiradas como a 45
minutos de donde teníamos el terreno medio construido. Mis hermanos lo primero
que hicieron fue subir los colchones; tocaba subir caminando por una trocha,
las cosas las íbamos dejando donde un vecino. Tristemente nos habían robado la
mayor parte del material con que íbamos a construir la casa, pero esa es otra
historia. Aún no nos olvidamos de nada y cada vez que tenemos una reunión
familiar hablamos de ese momento tan triste y recordamos lo mala gente que era don
Eduardo con nosotros.
Las cosas no podían
empeorar; llovió toda la noche y nosotros a las 2:00 de la mañana estábamos todavía
subiendo cosas, y eso que no teníamos muchas. Al fin mojados y sin alientos nos
acostamos a dormir, nos metimos debajo de las tejas que no podían contener todo
el aguacero y dejaban escapar gotas gruesas, nos acostamos rendidos con hambre pues
nos había quedado imposible prender el fogón de gas. Teníamos una pieza
solamente para todos, porque la otra no tenia techo; no habían puertas o sea
que cualquiera se podía meter como Pedro por su casa; no teníamos electricidad,
ni acueducto, el agua la recogíamos de un nacimiento que había detrás de la
casa.
Al otro día en la
mañana se sentía mucha nostalgia, nos sentamos todos a vernos las caras, al fin
estábamos en un rancho que era nuestro. En ese entonces solo se veían ranchos
alrededor, las montañas todavía eran muy vírgenes. Se respiraba aire del campo,
pero ya no era lo mismo, estábamos tan cerca de la ciudad que hacíamos parte de
ella. Mis hermanos empezaron a trabajar y poco a poco fueron terminando la
casa, el techo lo sacaron con un crédito bancario”. Así es que empezó todo, la
gente empezó a llegar al barrio, cuenta Gloria con mucha melancolía.
Gloria, como muchos
otros, es el retrato de cómo se construye la periferia; gente que llega
desplazada por la violencia o la pobreza en su mayoría, y que cuenta su
historia para alimentar la memoria, para no olvidar de dónde vienen y terminar
convenciéndose de que desplazarse de su tierra fue la mejor opción, haciendo
caso al cuento muy conocido en estos tiempos, que dice que el futuro y las
oportunidades están en la ciudad y no en el campo.
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