martes, 2 de febrero de 2016

Llegando al barrio

Artículo publicado en la Edición impresa 113 (enero - febrero 2016) de Periferia Prensa Alternativa




Foto: Daniela Orrego
Por Diego Martínez

La historia del pueblo colombiano es la historia del desarraigo. El barrio popular es un mar de relatos que desgarran el alma, inspirados, la mayoría, por el cariño que cada uno tiene por su barrio.  Subiendo a lo más alto del morro se deja ver el contraste entre el campo y la ciudad, donde el campesino en su casa de madera, con sus gallinas y su burro, se mezcla con el asfalto y el ruido.  En estos lugares, cada esquina y cada calle se alimenta de pequeñas historias, como las de quienes con dolor deben dejar todo y emprender la búsqueda de un nuevo hogar, muchas veces construido con lágrimas y sudor sobre barrancos y lomas.


Esa es la historia de Gloria Zapata, una mujer cabeza de familia, madre de dos hijos, que lleva gran parte de su vida en el barrio Villa Turbay: 

“Vivíamos en una vereda llamada El Socorro, del municipio de Sabanalarga, Antioquia, por el año 1975. Éramos una familia numerosa, tres mujeres y cuatro hombres, y el único que recibía ingresos era mi padre que trabajaba como jornalero de un hacendado de la vereda. Mi madre se dedicaba al trabajo duro de la casa y a criarnos. Recuerdo que él jornaleaba descalzo pues no tenía para comprarse unas botas, por eso vivía enfermo. Mi padre era un buen hombre, muy calmado y no buscaba problema, pero era muy terco. Él estaba aferrado a su campo como las raíces de los arboles a la tierra, y su mayor sacrificio fue dejarnos venir a la ciudad”.

En los años 80, su hermana Sofía, que ya era mayor, decidió irse a estudiar a San José de la Montaña, allí estudio en un internado y luego en la Normal de San José para ser profesora. Cuando empezó a trabajar, la trasladaron a El Socorro, y luego a Medellín. Fue en este momento, cuando Gloria tenía apenas 7 años, que decidieron irse para la ciudad a probar suerte. Ya Sofía trabajando podía estar más pendiente de todos, sobre todo de su madre que vivía muy enferma, y esta fue una de las razones de más peso, pues vivían en extrema pobreza y la vida en El Socorro se tornaba cada vez más difícil.

“Llegamos a San Cristóbal, a 40 minutos de Medellín. El ambiente ya era más diferente, no era tan rural, habían muchas calles pavimentadas. Hoy por hoy es un pueblo pero muy urbanizado. Allí pagamos arriendo como 5 años, vivíamos con lo que ganaba mi hermana Sofía de docente. Aún no había cambiado mucho la situación, vivíamos con lo necesario, nos sosteníamos de milagro. Estas situaciones obligaban a mis hermanos a utilizar el ingenio, ya sabían poner el contrabando de luz, y hasta construíamos, pero nunca faltaban los vecinos chismosos y envidiosos que un día nos delataron, por lo que nos dejaron sin energía. Ya sin servicios ni dinero para pagar el arriendo, sentimos la necesidad de buscar nuestra propia casa”.

Todos eran muy jóvenes. Ella apenas estaba en el colegio igual que sus hermanos, y allí terminaron sus estudios. Luego como caído del cielo, según cuenta Gloria, les resultó un terreno por allá en lo alto de un morro “llegando casi al cielo”. Este se los regaló un amigo del marido de Sofía, ella ya se había casado y se había ido a vivir a Envigado, pero nunca los desamparaba.

“Luego de una hora de viaje, llegamos muy de noche en el carro viejo de trasteos de don Eduardo, el marido de Sofía. Nos subió hasta donde llegaban las ultimas lámparas del camino, donde hoy queda una cuadra llamada ‘los monos’, aunque no sé por qué la llamarían así, pues es una cuadra habitada por población negra. Aunque la carretera era destapada, llena de piedras, tierra y muy angosta, él nos pudo haber subido más, pero ahí estábamos con todas las cosas tiradas como a 45 minutos de donde teníamos el terreno medio construido. Mis hermanos lo primero que hicieron fue subir los colchones; tocaba subir caminando por una trocha, las cosas las íbamos dejando donde un vecino. Tristemente nos habían robado la mayor parte del material con que íbamos a construir la casa, pero esa es otra historia. Aún no nos olvidamos de nada y cada vez que tenemos una reunión familiar hablamos de ese momento tan triste y recordamos lo mala gente que era don Eduardo con nosotros.

Las cosas no podían empeorar; llovió toda la noche y nosotros a las 2:00 de la mañana estábamos todavía subiendo cosas, y eso que no teníamos muchas. Al fin mojados y sin alientos nos acostamos a dormir, nos metimos debajo de las tejas que no podían contener todo el aguacero y dejaban escapar gotas gruesas, nos acostamos rendidos con hambre pues nos había quedado imposible prender el fogón de gas. Teníamos una pieza solamente para todos, porque la otra no tenia techo; no habían puertas o sea que cualquiera se podía meter como Pedro por su casa; no teníamos electricidad, ni acueducto, el agua la recogíamos de un nacimiento que había detrás de la casa.

Al otro día en la mañana se sentía mucha nostalgia, nos sentamos todos a vernos las caras, al fin estábamos en un rancho que era nuestro. En ese entonces solo se veían ranchos alrededor, las montañas todavía eran muy vírgenes. Se respiraba aire del campo, pero ya no era lo mismo, estábamos tan cerca de la ciudad que hacíamos parte de ella. Mis hermanos empezaron a trabajar y poco a poco fueron terminando la casa, el techo lo sacaron con un crédito bancario”. Así es que empezó todo, la gente empezó a llegar al barrio, cuenta Gloria con mucha melancolía.

Gloria, como muchos otros, es el retrato de cómo se construye la periferia; gente que llega desplazada por la violencia o la pobreza en su mayoría, y que cuenta su historia para alimentar la memoria, para no olvidar de dónde vienen y terminar convenciéndose de que desplazarse de su tierra fue la mejor opción, haciendo caso al cuento muy conocido en estos tiempos, que dice que el futuro y las oportunidades están en la ciudad y no en el campo.


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