Las cifras de asesinatos, desapariciones, torturas, crímenes
de Estado y corrupción en Colombia, nos deberían avergonzar a todos y todas,
pero en especial a las élites que gobiernan este país desde hace más de dos
siglos. Para no ir tan lejos y tratar de desarmar un poco la matriz mediática
de que la violencia es solo culpa de la guerrilla, valdría recalcar que antes
de que nacieran las Farc y el ELN, ya en Colombia se habían dado cruentas
guerras bipartidistas (entre liberales y conservadores) como la de los mil días
a principios del siglo XX que dejó más de cien mil muertos y las del periodo
conocido como la Violencia, en los años 50, a causa del asesinato de Jorge
Eliecer Gaitán, cuyas cifras según los investigadores podrían superar los
trecientos mil muertos. Sin embargo, en vez de vergüenza por los ríos de sangre
que han producido, las élites profesan una arrogancia y un cinismo sin límites.
¿Quién le otorgó a Colombia el título de “la
democracia más antigua de América”? si lo que se ha visto en Colombia, por
parte de esas élites, es no solo un miedo terrible a la construcción de la
democracia sino una violencia desenfrenada en contra de las ideas que proponen
una sociedad diferente, más igualitaria y justa.
Según CODHES en 20 años corridos entre 1985 y 2006, en
Colombia han sido desplazados de manera violenta 5.712.506 personas; este
periodo coincide con la implantación del modelo neoliberal, el desarrollo del
narcotráfico y el fortalecimiento del paramilitarismo como estrategia del
Estado para derrotar a la guerrilla y sacarla de los territorios, creyendo que matando
a las bases de la insurgencia la podía acabar. Las desapariciones forzadas según
el Registro Único de Víctimas, RUV, entre 1996 y 2012, ascienden a 25.007 colombianos
y colombianas, aquí está incluido el periodo de la seguridad democrática, al
que muchos señalan como el mejor momento del país.
Uno de los trabajos más serios y objetivos frente a la
violencia en Colombia, el informe ¡BASTA YA! , destaca que “A finales de los
años ochenta, las masacres fueron verdaderas expediciones para castigar la
movilización social y el éxito político de la izquierda, como ocurrió en Urabá
y Segovia, en Antioquia, y en los departamentos de Valle y Meta. No obstante,
entre 1996 y el 2002 se cometieron el 55% del total de masacres. Esta
arremetida fue un desafío al control territorial que ejercían las guerrillas en
algunas zonas, y como reacción al intento del Gobierno de hacer la paz con la
insurgencia”. Decenas de confesiones de los capos narcoparamilitares confirmaron una y otra vez esa alianza
perversa entre las fuerzas militares del Estado y los paramilitares.
Pero la eficiencia del Estado a la hora de perseguir la
criminalidad, tampoco es democrática. El secuestro, delito cometido en mayor
medida por las guerrillas fue prácticamente abolido y exitosamente combatido, a
nivel militar, político e ideológico. Sin embargo no pasó lo mismo con la
desaparición forzada. No es difícil concluir porque tanta eficiencia a la hora
de confrontar el primero y hacerse el de la vista gorda con el segundo, que es
mucho más cruel y denigrante. Es que el secuestro se practicó en su mayoría contra personalidades de la
política, empresarios y en general gente adinerada, pero la desaparición forzada
fue con apoyo de organismos de seguridad del Estado y contra líderes sociales,
intelectuales, académicos y demócratas.(caso Palacio de Justicia).
Para qué todo este arsenal de denuncias y valoraciones, sino
para insistir en la obviedad de que la paz es un imperativo ético de cualquier
sociedad en el planeta y que la democracia es el camino para llegar a ella. Sin embargo los datos
aportados en este editorial, cuyas fuentes son en su mayoría oficiales,
demuestran que las élites, eso que llaman la clase política le tienen miedo y
desprecio a la democracia; pero también el resto de sectores, partidos,
movimientos y pueblo en general, porque nos han enseñado a aborrecerla. Los
medios masivos de comunicación, la industria cultural y el régimen le apuestan
a la guerra, a la militarización, a la conflictividad, a la resolución de
conflictos por la fuerza; todos los insumos culturales y políticos cotidianos
inoculan el virus del autoritaritarismo.
Recientemente en la Habana, las Farc y el gobierno llegaron
a acuerdos sobre participación política, lo mínimo que se esperaba era una
aceptación general de toda la sociedad, en especial de la clase política que,
como sea, está sentada en la mesa de diálogos. Sin embargo los alaridos de los
Ordoñez y los uribes, los tropiezos, las divisiones aun dentro de la unidad
nacional no se hicieron esperar. El mayor consenso de estos sectores está por
llevar los acuerdos a refrendación plebiscitaria, con el único fin de ver una
derrota estruendosa del proceso y poder señalar, con la boca llena, que los
colombianos no quieren a los guerrilleros en el “templo de la democracia”.
Peor, la reacción de Claudia Gurisati, directora de RCN, cuando con sus gestos
característicos de rechazo a la paz y a las Farc le dice al presidente Santos
en una entrevista “ …y le van a dar, gratis, a las Farc la participación en el
Congreso?”
Se vuelve uno a preguntar, no sin cierto revote estomacal,
entonces ¿qué es lo que quieren estos sectores? la respuesta es obvia: guerra,
militarización, minería a gran escala, tratados de libre comercio, grandes
autopistas y plomo para el que no esté de acuerdo. Y qué es lo que quieren los
Santos y los que están por un acuerdo de paz condicionada, con desarme, sin
participación política seria y sin las transformaciones sociales estructurales;
al parecer lo mismo. La única diferencia sería que los primeros lo quieren con
un reguero de sangre y los otros también, pero con menos sangre. De hecho el nuevo
mapa electoral deja un sin sabor con el triunfo de Vargas Lleras, ficha clave
de la ultra derecha para la presidencia en el 2018, a quien no se le ha
escuchado una manifestación concreta y comprometida con el proceso de paz y
mucho menos con las transformaciones sociales. Sobre esta base, no es difícil
adivinar lo que se juegan las élites en el mediano plazo.
Paradójicamente los que sí es difícil saber es que queremos
los colombianos y colombianas que no hacemos parte de las élites y la clase
política, ¿A qué le debemos apostar?
Son muchas las iniciativas, los esfuerzos, las propuestas de
paz nacidas de los sectores populares. Una de ellas se echó a andar este 5 de
noviembre, se llama Mesa Social por la Paz, que busca un gran dialogo nacional
entre todos los sectores que le ven otra perspectiva a las soluciones y
transformaciones necesarias para llegar a una verdadera paz con justicia
social. Un escenario que busca la coordinación y articulación de todas las
demás iniciativas, no para ser esta la que diga que hacer sino para evitar que
la dispersión en este campo sirva a los propósitos de las élites.
Además esta nueva propuesta comparte y apoya la mesa de
dialogo de la Habana y la que se iniciará con el ELN. La Mesa, se la jugará por
tratar de construir un ambiente favorable a la democracia, esa en donde cabemos
todos y todas; la que exige la abolición del autoritarismo y la desmilitarización
de la sociedad, la redistribución de la riqueza; aquella a la que le duela en
los más profundo la muerte de una sola persona, la que ame la vida. Una democracia
sin miedo.
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