martes, 17 de noviembre de 2015

EDITORIAL 112: Miedo a la democracia

Las cifras de asesinatos, desapariciones, torturas, crímenes de Estado y corrupción en Colombia, nos deberían avergonzar a todos y todas, pero en especial a las élites que gobiernan este país desde hace más de dos siglos. Para no ir tan lejos y tratar de desarmar un poco la matriz mediática de que la violencia es solo culpa de la guerrilla, valdría recalcar que antes de que nacieran las Farc y el ELN, ya en Colombia se habían dado cruentas guerras bipartidistas (entre liberales y conservadores) como la de los mil días a principios del siglo XX que dejó más de cien mil muertos y las del periodo conocido como la Violencia, en los años 50, a causa del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, cuyas cifras según los investigadores podrían superar los trecientos mil muertos. Sin embargo, en vez de vergüenza por los ríos de sangre que han producido, las élites profesan una arrogancia y un cinismo sin límites.

 ¿Quién le otorgó a Colombia el título de “la democracia más antigua de América”? si lo que se ha visto en Colombia, por parte de esas élites, es no solo un miedo terrible a la construcción de la democracia sino una violencia desenfrenada en contra de las ideas que proponen una sociedad diferente, más igualitaria y justa.

Según CODHES en 20 años corridos entre 1985 y 2006, en Colombia han sido desplazados de manera violenta 5.712.506 personas; este periodo coincide con la implantación del modelo neoliberal, el desarrollo del narcotráfico y el fortalecimiento del paramilitarismo como estrategia del Estado para derrotar a la guerrilla y sacarla de los territorios, creyendo que matando a las bases de la insurgencia la podía acabar. Las desapariciones forzadas según el Registro Único de Víctimas, RUV, entre 1996 y 2012, ascienden a 25.007 colombianos y colombianas, aquí está incluido el periodo de la seguridad democrática, al que muchos señalan como el mejor momento del país.

Uno de los trabajos más serios y objetivos frente a la violencia en Colombia, el informe ¡BASTA YA! , destaca que “A finales de los años ochenta, las masacres fueron verdaderas expediciones para castigar la movilización social y el éxito político de la izquierda, como ocurrió en Urabá y Segovia, en Antioquia, y en los departamentos de Valle y Meta. No obstante, entre 1996 y el 2002 se cometieron el 55% del total de masacres. Esta arremetida fue un desafío al control territorial que ejercían las guerrillas en algunas zonas, y como reacción al intento del Gobierno de hacer la paz con la insurgencia”. Decenas de confesiones de los capos narcoparamilitares  confirmaron una y otra vez esa alianza perversa entre las fuerzas militares del Estado y los paramilitares.

Pero la eficiencia del Estado a la hora de perseguir la criminalidad, tampoco es democrática. El secuestro, delito cometido en mayor medida por las guerrillas fue prácticamente abolido y exitosamente combatido, a nivel militar, político e ideológico. Sin embargo no pasó lo mismo con la desaparición forzada. No es difícil concluir porque tanta eficiencia a la hora de confrontar el primero y hacerse el de la vista gorda con el segundo, que es mucho más cruel y denigrante. Es que el secuestro se practicó  en su mayoría contra personalidades de la política, empresarios y en general gente adinerada, pero la desaparición forzada fue con apoyo de organismos de seguridad del Estado y contra líderes sociales, intelectuales, académicos y demócratas.(caso Palacio de Justicia).

Para qué todo este arsenal de denuncias y valoraciones, sino para insistir en la obviedad de que la paz es un imperativo ético de cualquier sociedad en el planeta y que la democracia es el camino  para llegar a ella. Sin embargo los datos aportados en este editorial, cuyas fuentes son en su mayoría oficiales, demuestran que las élites, eso que llaman la clase política le tienen miedo y desprecio a la democracia; pero también el resto de sectores, partidos, movimientos y pueblo en general, porque nos han enseñado a aborrecerla. Los medios masivos de comunicación, la industria cultural y el régimen le apuestan a la guerra, a la militarización, a la conflictividad, a la resolución de conflictos por la fuerza; todos los insumos culturales y políticos cotidianos inoculan el virus del autoritaritarismo.

Recientemente en la Habana, las Farc y el gobierno llegaron a acuerdos sobre participación política, lo mínimo que se esperaba era una aceptación general de toda la sociedad, en especial de la clase política que, como sea, está sentada en la mesa de diálogos. Sin embargo los alaridos de los Ordoñez y los uribes, los tropiezos, las divisiones aun dentro de la unidad nacional no se hicieron esperar. El mayor consenso de estos sectores está por llevar los acuerdos a refrendación plebiscitaria, con el único fin de ver una derrota estruendosa del proceso y poder señalar, con la boca llena, que los colombianos no quieren a los guerrilleros en el “templo de la democracia”. Peor, la reacción de Claudia Gurisati, directora de RCN, cuando con sus gestos característicos de rechazo a la paz y a las Farc le dice al presidente Santos en una entrevista “ …y le van a dar, gratis, a las Farc la participación en el Congreso?”

Se vuelve uno a preguntar, no sin cierto revote estomacal, entonces ¿qué es lo que quieren estos sectores? la respuesta es obvia: guerra, militarización, minería a gran escala, tratados de libre comercio, grandes autopistas y plomo para el que no esté de acuerdo. Y qué es lo que quieren los Santos y los que están por un acuerdo de paz condicionada, con desarme, sin participación política seria y sin las transformaciones sociales estructurales; al parecer lo mismo. La única diferencia sería que los primeros lo quieren con un reguero de sangre y los otros también, pero con menos sangre. De hecho el nuevo mapa electoral deja un sin sabor con el triunfo de Vargas Lleras, ficha clave de la ultra derecha para la presidencia en el 2018, a quien no se le ha escuchado una manifestación concreta y comprometida con el proceso de paz y mucho menos con las transformaciones sociales. Sobre esta base, no es difícil adivinar lo que se juegan las élites en el mediano plazo.

Paradójicamente los que sí es difícil saber es que queremos los colombianos y colombianas que no hacemos parte de las élites y la clase política, ¿A qué le debemos apostar?

Son muchas las iniciativas, los esfuerzos, las propuestas de paz nacidas de los sectores populares. Una de ellas se echó a andar este 5 de noviembre, se llama Mesa Social por la Paz, que busca un gran dialogo nacional entre todos los sectores que le ven otra perspectiva a las soluciones y transformaciones necesarias para llegar a una verdadera paz con justicia social. Un escenario que busca la coordinación y articulación de todas las demás iniciativas, no para ser esta la que diga que hacer sino para evitar que la dispersión en este campo sirva a los propósitos de las élites.


Además esta nueva propuesta comparte y apoya la mesa de dialogo de la Habana y la que se iniciará con el ELN. La Mesa, se la jugará por tratar de construir un ambiente favorable a la democracia, esa en donde cabemos todos y todas; la que exige la abolición del autoritarismo y la desmilitarización de la sociedad, la redistribución de la riqueza; aquella a la que le duela en los más profundo la muerte de una sola persona, la que ame la vida. Una democracia sin miedo.

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