lunes, 4 de abril de 2016

Oficios de la Periferia: Tejiendo la vida entre telas y puntadas

Artículo publicado en la Edición impresa 115 (Marzo - Abril 2016) de Periferia Prensa Alternativa

Por Saúl Franco

Cerca al Hotel Nutibara, en los bajos del viaducto del Metro, en medio de tendidos de cachivaches de segunda mano en los que abundan celulares, cargadores, herramientas y juguetes, y un fuerte olor a orina, está el pasaje comercial Juananbú. Su interior contrasta con el ruido y las condiciones externas; allí, en un ambiente más tranquilo tiene su pequeño local Alberto Montoya, un hombre de altura media, cabello negro, con pocas canas en la cabeza pero con algunas muy visibles en sus cejas pobladas y en su barba de dos días.

Aunque sus manos tiemblan por momentos, sus cortes con las tijeras son rápidos y seguros. Sin mostrar fatiga a sus 66 años, Alberto corta 28 botas de pantalones que deberá ajustar a la talla de su cliente, un hombre de estatura pequeña quien no encuentra con facilidad ropa a su medida y su única salida es hacer ajustar sus prendas, así le cueste más dinero. En sus manos de dedos gordos y largos sujeta una tiza para marcar el trazo a 88 centímetros de la pretina del jean.

—Yo empecé a trabajar esto desde los 12 años y a los 13 monté mi sastrería con mil pesos que me dio mi abuelita. Ella levantó ocho huérfanos –, dice don Alberto mientras señala en la pared una galería improvisada de fotos de sus seres queridos muertos.

—Mi abuela vivió toda la guerra de los partidos Liberal y Conservador en Concordia, un municipio del suroeste antioqueño; allá inicié yo, pero a los 18 años me vine a Medellín y mientras trabajaba en Café Suave haciendo cafeteras, atendía la sastrería con algunos empleados–, se sienta y enhebra la aguja de la máquina sin ninguna dificultad.

Don Alberto se vino de Concordia porque le gusta aprender cosas nuevas. Ha mantenido siempre la sastrería solo y a veces con colaboradores en distintos lugares del Centro de Medellín, en Cali, Betulia, Pereira, Chocó y Urabá. Su estudio no pasa del primero de primaria, donde, según él, aprendió únicamente las tablas de multiplicar; lo demás lo aprendió relacionándose con gente de edad, que tenía conocimientos sobre ciertos temas que le interesaban y que no entendía.

Mientras hace el doblez de la bota de un jean, comenta: –A mí me gustaba estudiar pero el maltrato físico que daban me hizo aburrir, así que mejor me salí y aprendí algo por mí mismo, que a mí me gustara. Y vea, con esto he levantado 14 hijos, con nueve compañeras distintas.

A todos sus clientes, el sastre, les ofrece algo para tomar, mientras esperan y convierte el espacio en un lugar de tertulia sobre temas íntimos, de trabajo o de otra época. Pocas veces aborda la política, la religión o la economía; le tienen sin cuidado porque discusiones de esos temas hicieron que su padre fuera asesinado en la época de la guerra bipartidista.

A los 8 años, cuando fue consciente de que su padre fue asesinado por agentes del gobierno, Alberto se iba casi todos los días a buscar entre la maleza, armado solo con una chamiza, los huesos de su padre. Durante dos años los buscó, sin hallar resultado. Sus conocidos lo amedrentaban con los espantos sin lograr detenerlo; solo el tiempo consiguió apaciguar su búsqueda.

—Yo soy Liberal, pero yo no me confió de ellos, ni liberales, ni conservadores. Nunca he votado y jamás lo haré–, asevera mientras deja de coser por un rato. Retira las gafas de sus ojos y corta el hilo con facilidad.

Don Alberto asegura que ahora con 50 mil pesos la gente se puede vestir, pero con prendas de muy mala calidad que le durarán algunas semanas y ya, y que hace tiempo un pantalón le podía durar 15 años, pero que en el afán de crear riquezas, Colombia le ha abierto la puerta a telas y vestidos de muy mala calidad, acabando las fábricas locales, las cuales además de producir con buena calidad, generaban empleos más estables y mejor remunerados.

Mientras señala una vitrina con varias prendas, aparte de 200 vestidos que botó porque los clientes no los reclamaron, recuerda su época cuando trabajó en Cueros Medellín como jefe de personal y en Mesace como diseñador de chaquetas. Pero estos puestos los ocupó por poco tiempo hasta que sintió que había aprendido de ellos; entonces se salió porque siempre le ha gustado defenderse solo y ser independiente.

Don Alberto toma un pantalón y explica, –Mire, ahora se puede comprar un metro de tela por 2mil pesos, mientras el metro con cincuenta de una tela buena le vale 70 mil pesos, que es el promedio que se necesita para fabricar pantalón. ¿Pero imagínese cuánto le va a durar ese pantalón con una tela de dos mil pesos el metro?

La tecnología ha cambiado algunos aspectos en el proceso de la costura, como las máquinas de coser, que antes eran con manubrio, luego de pedal y ahora tienen motores; las planchas eran solo un hierro que se calentaba y se pasaba sobre la tela, después fueron de carbón y de queroseno, aún existen las de resistencias eléctricas, las hay de vapor que requieren agua y la plancha con caldera.

Herramientas como las agujas, las tijeras, el cuchillo han sufrido pocas variantes porque son sencillas y perfectas, como lo es la sastrería, particularmente, si es ejercida por personas nobles que con su dedicación logran personalizar una prenda masificada, y estandarizada en una pieza particular y única que incluye al sujeto, ahorra dinero y cuida el medio ambiente, ya que el sastre no solo personaliza sino que extiende la vida útil de la prenda.

Don Alberto Montoya afirma que quien aprende un oficio o un arte tiene con qué defenderse en la vida, vaya a donde vaya, y pese a que evita temas políticos y de actualidad, él sí opina cuando se lo proponen y asegura mientras enciende un cigarrillo que no habrá paz mientras hayan patronos explotadores, que no entienden que el trabajador es el que genera la ganancia, y que tampoco habrá paz si la gente no comparte lo que sabe, si se deja a los hijos abandonados.

A pesar de lo duro que fue levantarse en medio de la guerra entre azules y rojos que le arrebató a su padre, don Alberto no dedicó su vida a la venganza sino a la superación de la pobreza, y de su familia; en cada puntada, en cada trazo y corte construyó su vida. Colgadas en las paredes de su local de un metro veinte por uno cincuenta lo acompañan las fotos de sus seres queridos, como la de su abuela, a quien recuerda agarrando un azadón y arando la tierra en medio de la guerra bipartidista.


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